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devocional

Romanos 7:1-8:16

El espíritu de la vida

En Romanos 7:1-8:16 vemos que el mismo Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos ahora vive en nosotros y nos da poder para obedecer a Dios.

¿Qué está sucediendo?

Pablo está en una conversación con unos judíos que creen en Jesús y que luchan por entender cómo deben relacionarse con todas las leyes del Antiguo Testamento. En la Biblia hebrea, Dios le dijo a su pueblo que sus leyes estaban destinadas a ser obedecidas y que al obedecerlas, traerían vida y prosperidad al pueblo de Dios (Deuteronomio 30:15-20). Pero Pablo acaba de decir que, en la historia de Israel, esta prosperidad nunca se hizo realidad. Las leyes de Dios nunca produjeron vida para el pueblo de Dios debido al poder oscuro que vive dentro de todos los humanos, el pecado. Ese poder oscuro se rebelaba cada vez que escuchaban alguna ley de Dios, y producía odio, desobediencia y, finalmente, muerte (Romanos 7:5). Pero cuando Jesús murió y resucitó de entre los muertos, destruyó el poder del pecado y lo reemplazó con su Espíritu (Romanos 7:6). Pablo explica que ahora los judíos se relacionan con las leyes de la Biblia hebrea de manera completamente distinta. Así como la muerte de un esposo libera a la viuda de su antiguo matrimonio, la muerte de Jesús libera a los creyentes judíos de su antigua relación con las leyes del Antiguo Testamento (Romanos 7:1-4).  

Pero un judío que cree en Jesús podría decir que Pablo llama a las buenas leyes que Dios le dio a su pueblo malas y pecaminosas. Entonces, Pablo aclara que todas las leyes de Dios son buenas, pero que también crean la oportunidad de desobedecerlas (Romanos 7:7). El pecado odia a Dios y sus mandamientos. Por lo tanto, cuando el pecado escucha alguno de los mandamientos de Dios, inmediatamente aprovecha la oportunidad de rebelarse contra él (Romanos 7:8). Los mandamientos de Dios son buenos y santos. Están destinados a dar vida a su pueblo. Pero el pecado atenta contra los buenos mandamientos de Dios y produce la muerte (Romanos 7:9-12). Pablo vuelve a aclarar que la ley no lleva a la muerte; el pecado sí. El pecado usa algo bueno para rebelarse contra los mandamientos de Dios y traer muerte al pueblo de Dios (Romanos 7:13).

Nuevamente, Pablo afirma que los mandamientos de Dios en el Antiguo Testamento son buenos. Son verdades espirituales profundas que el pueblo de Dios está destinado a vivir. El problema es que, a menos que estemos llenos del Espíritu, estamos bajo el poder del pecado y nos oponemos a cualquier cosa espiritual (Romanos 7:14). Al personificar este conflicto, Pablo describe la experiencia de querer obedecer las leyes de Dios, pero no poder cumplirlas debido a que el poder del pecado es demasiado fuerte (Romanos 7:15-20). Es como si hubiera una guerra dentro de quienes tratan de guardar las leyes de Dios (Romanos 7:21-24). Sin embargo, Pablo también sabe que Jesús finalmente resolvió este conflicto. Jesús ha liberado a todos los creyentes del poder del pecado y lo ha reemplazado con su Espíritu (Romanos 7:25). El pecado y la muerte ya no gobiernan a ningún creyente en Jesús (Romanos 8:1). El pecado que vivía en nuestros cuerpos se destruyó a través de la muerte física de Jesús. Esto significa que el pueblo de Dios finalmente puede relacionarse adecuadamente con las buenas leyes de Dios, no bajo el poder del pecado, sino en el poder del Espíritu de Dios (Romanos 8:2-4). Ahora, todo el pueblo de Dios finalmente puede obedecer sus mandamientos y recibir la vida que les quiso dar a través de ellos.

¿Dónde está el Evangelio?

En los siguientes versículos, Pablo habla sobre el "Espíritu" de Dios quince veces. Pablo dice que como creyentes, vivimos según el Espíritu de Dios (Romanos 8:5). El Espíritu gobierna nuestras mentes (Romanos 8:6). El Espíritu empodera a los creyentes. Y el Espíritu de Dios vive en nosotros y produce vida eterna (Romanos 8:9-11). El punto es claro: Ya no estamos bajo el poder del pecado, pero el mismo Espíritu que levantó a Jesús de entre los muertos ahora vive en nosotros. Esto significa que todos los creyentes ahora están facultados para vivir vidas marcadas por la obediencia a los mandamientos de Dios y la muerte de cualquier otra cosa (Romanos 8:12-13).

Pablo aclara que esto no es una obediencia esclavista, sino la buena responsabilidad que resulta de convertirnos a hijos e hijas de Dios (Romanos 8:14). Ya no somos esclavos de un poder que nos quiere matar. Somos hijos e hijas de un Dios amoroso. Y en el amoroso regalo del Espíritu de Dios, Dios nos ha dado a sí mismo. Todo lo que Dios es y tiene es nuestro a través de Jesús. Del mismo modo que Jesús derrotó el poder del pecado en la cruz, él ha dado a sus hijos su Espíritu para derrotar al pecado en nuestras vidas. Y así como Jesús conquistó la muerte, podemos saber que no hay poder que finalmente nos abrume, ya que estamos llenos del Espíritu de Dios (Romanos 8:15-16).

Compruébalo tú mismo

Oro para que el Espíritu Santo abra tus ojos para que veas al Dios que da su Espíritu a las personas. Y que veas a Jesús como aquel que ha muerto para destruir el poder del pecado.

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